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Berta Rojas y los antirretrovirales

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Publicado por La Jota el 24 de enero de 2024
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El chico del arroyo

Podría licenciarme en Postergaciones Sanitarias. Hay tareas que postergo tantas veces y de tantas formas: ir al Instituto de Medicina Tropical para hacer las gestiones que tenga que hacer, sacarme sangre para unos análisis de chequeo ordinario, hablar con el médico diez o quince minutos como mucho cada dos o cuatro meses, o simplemente retirar la medicación. Esos pendientes los hice hoy.

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Salí de la oficina. Me puse los auriculares. Tomé un bus que va por Mariscal López, para muchos la calle “más linda” de Asunción, con casas coloniales restauradas. Pasé por la embajada yanquee, Mburuvicha Róga, el Club Centenario… bajé del bus para continuar sobre  la calle Venezuela que pronto empieza a generar otras vistas: el neuropsiquiátrico, el Centro Nacional de Control de Adicciones, el INERAM, el Instituto de Medicina Tropical y el PRONASIDA. Lugares asociados al sufrimiento de tanta gente, y a la disolución de capacidades y posibilidades comunitarias para contener colectivamente la vida. Todo junto, sobre una calle como para que lo incómodo y enfermo no se disperse. Una trayectoria que más que ruta, es una herida abierta en la cartografía desigual de Asunción.

Al llegar a casa me puse a pensar en por qué me cuesta tanto. Hice los cálculos, y caí en la cuenta de que en febrero se cumplen diez años del inicio de mi tratamiento para el VIH y recordé que, al empezar con los antirretrovirales, sus efectos secundarios hicieron que cancelara un viaje (para mí importante), a Encarnación para ver a Berta Rojas en la Costanera. Todo estaba planificado: tenía donde quedarme a dormir, el tiempo asegurado y el pasaje para ir a disfrutar al aire libre de las obras de Mangoré, y la interpretación de El Oboe de Gabriel de Ennio Morricone, que anunciaba el programa.

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En aquel tiempo, Mangoré y la banda sonora de La Misión adornaban mi intimidad. Escuchar esas músicas era una de las pocas experiencias agradables que me era posible cuando la incertidumbre por el reciente diagnóstico del VIH y la confusión de no entender qué era yo, ocupaban mi cabeza casi todo el día. Hablar del tema con otras personas no era seguro, suponía muchos riesgos que no los quería asumir, entonces, sólo la intimidad que uno mismo puede construir para sí mismo era mi refugio, aunque eso también tenga sus riesgos.

La adaptación a la medicación fue dolorosa. Empecé con quince pastillas que me entregaron en un sobre improvisado con una hoja de oficio.  “Vas a tener malestares hasta que tu cuerpo se adapte. Si tenés pensamientos suicidas y fuertes reacciones en la piel, vení al hospital” me dijo la doctora. Tuve dolores de cabeza insoportables durante días enteros, también miedo. Sentí que no podía depender de mí mismo, y todavía así, vulnerable y confundido, la médica y la psicóloga del servicio de salud evaluaban mi capacidad de adherencia al tratamiento, como una cuestión de voluntad.

“Es para evaluar si vas a poder” me dijo la médica cuando le pregunté por qué tengo que pasar por la psicóloga antes de retirar las quince pastillas. En la primera y única sesión psicológica que me ofrecía el servicio público de salud yo quería hablar de muchos temas. Recuerdo que le pregunté a la licenciada si tenía que lavar mi ropa aparte. Ella se rió y me dijo “claro que no” automáticamente empecé a llorar del alivio. Yo tenía información científicamente validada sobre el VIH.  No estaba lejos de eso, pero por lo visto no era suficiente. Hacen falta más cosas además de información para atravesar estos momentos. Como un amigo o un servicio de salud más empático, por ejemplo. Me sentía una amenaza para los que me rodeaban y sentía una amenaza en los que me rodeaban.

Antes de despedirnos, después de sus preguntas cerradas, la psicóloga me dijo: “Tratá de hacer una cosa placentera por día. ¿Te gusta el helado? Bueno, tomá un helado.” Tomé en serio su recomendación y fui adornando mi intimidad con algunas lecturas y músicas que tocaban mi corazón: Leí las crónicas de Lemebel, las cartas de Pasolini; vibré con el álbum “En las colinas del alma” del grupo Sembrador. El Mangoré de Berta Rojas me generaba una especie de consuelo, y la posibilidad de visitar un terruño que se me había perdido sin haber existido.

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-Puedo hablar mucho de cómo Berta Rojas estuvo presente en mi vida desde un lugar cómplice y silencioso. La primera vez que la conocí y escuché fue cuando un amigo, que luego fue mi novio a escondidas, me llevó a la presentación del álbum “Flores de Asunción” en el teatro municipal. Berta Rojas y Juan Cancio Barreto tuvieron que hacer dos presentaciones de seguido esa noche por la cantidad de personas que no pudimos ingresar al teatro. Nosotros entramos en la segunda función y nos sentamos adelante. Por primera vez escuché la música Manduará. Me sentí tan identificado con ella sin saber que su composición era una respuesta a las represiones estronistas que por más duras que hayan sido, no pudieron apagar los deseos que movilizaban las luchas.

Este novio clandestino, que me acercó a la guitarra clásica de Berta Rojas, solía interpretar con cierta torpeza Madrigal de Mangoré. Le recuerdo desnudo en su cama, con la guitarra entre las piernas. Yo a su lado, enamorándome de él y de la música.

En estos casi diez años nunca formulé en palabras mi enojo con la medicación, sus efectos secundarios e instituciones, por no haber podido escuchar a Berta Rojas en la costanera de Encarnación. Necesité enojarme y no sabía cómo. No sabía cómo porque quienes no aportaban a mi alivio, me traficaban la vida en formato pastilla. La cosificación, la culpabilización, exposición, moralización de mi cuerpo, vida sexual e incluso los intentos de lucrar con el diagnóstico, fueron constantes en el sistema de salud:

… Desde que me llamaron para repetir la muestra de sangre porque “es necesario confirmar los resultados” de la primera prueba que se negaron a comunicarme a pesar de mi insistencia.

…como cuando un infectólogo me ofreció un “servicio confidencial” donde usarán mi segundo nombre y segundo apellido para que no se enteren que soy +VIH, pero debía pagar un millón quinientos mil guaraníes cada seis meses por unos análisis que eran gratuitos.

…como cuando me preguntaron mis iniciales y fecha de nacimiento para crearme un código alfa-numérico que reemplace a mi nombre y apellido en el mismo sistema de salud que negaba con desprecio la historia y condiciones de cada usuario.

…como cuando una doctora me dice: “ahí, ahí (con énfasis en la voz, refiriéndose al sexo casual fuera de relaciones estables) contrajiste el VIH” y luego esa misma doctora me pide que le rece al divino niño Jesús…

…como cuando encontré un cartón pegado a la pared de la farmacia, con una leyenda escrita a mano que anunciaba el nuevo horario de atención a los usuarios que ya hacíamos de todo para pedir permiso sin arriesgar nuestra seguridad laboral. ¡Un obstáculo más en la carrera por la adherencia e indetectabilidad!

…como cuando me entregaron un sobre con un feroz sello que decía “CONFIDENCIAL” delante de otras personas, que por morbo miraban el sobre, y luego me llevaron a una habitación donde una trabajadora social sólo me dijo que: “por fines estadísticos vamos a comunicar tus resultados al PRONASIDA.”

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Berta Rojas y los antirretrovirales

La no verbalización del malestar intentó cronificarse en los efectos secundarios de los antirretrovirales: confundí la angustia del malvivir con los mareos y dolores de cabeza, que generaba la medicación. Traté de aferrarme a un trabajo de mierda con gente de mierda porque ahí tenía IPS, y desde hace rato que en Paraguay un poco de protección, equivale a mucha protección.

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Yo era un joven de 23 años, acomplejado, silencioso, desconfiado. Todos me llamaban en diminutivo siempre. Dos años antes salí del closet delante de mi familia -motivado por una absurda culpa católica- y nunca nadie antes me habló del sexo ni del amor, menos entre varones. En mi familia encontré referencias de hombres con muchas mujeres e hijos por todas partes. ¿Cómo es que nunca les pasó nada malo a ellos?, me pregunté varias veces. “Explorar la sexualidad en esas condiciones, cuesta” Le dije una vez a un chico socialmente heterosexual que dejó de hablarme por mucho tiempo después de que hayamos tenido un encuentro sexual borrachos, en su casa y en su cama…

Es cierto que la medicación le permite a mi cuerpo vivir. No le quito ese crédito. Pero a un costo que a veces te convence de lo contrario: de que no da gusto vivir. El discurso de la adherencia al tratamiento y sus pastillas contradictoriamente funcionan como la campaña comunicacional y el merchandising de distribución gratuita de la muerte. ¡Y sí que son efectivos!

Ingresar al sistema de salud para conservar tu vida, es una historia que se parece a una tragedia griega. Por más que trates de escapar, todo lo que hagas te va a conducir al veredicto del oráculo: el sufrimiento disciplinador del Estado. Cómo no enojarme si había tanto que justificaba el enojo. Y enojarme era algo que me debía.

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La Jota
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